Nació en Rosario en 1951. Actualmente reside en Buenos Aires. Publicó los libros de poesía Pasajes (1984), Madam (1988), Teoría sentimental (1994) y El Arte de Perder (1998). Forma parte del Consejo de Dirección del Diario de Poesía desde su formación. Además es traductora, y como tal editó, junto a Daniel Samoilovich: Poemas de Katherine Mansfield (1996) y Enrique IV de Shakespeare (2000)
III
La herida íntima
The private wound is the deepest one.
W. Shakespeare,
"Two Gentlemen of Verona"
Pienso en la semilla a la que nada parece faltarle: es difícil
hacerse necesaria a alguien que aparenta no tener vanidad
y cerrada está completa y acabada en toda su promesa. Será.
En todo, la semilla es verdad desde el principio, sometida
a esa urgencia de lo quieto. No te creen, no me creas. Como
la primera mirada, la tuya me deja presa de lo que sea. Este
dolor-anzuelo que aniquila a veces es mi cielo simulado
por aviones sin continente, estos pájaros pintados por aquéllos.
No me creas al decirme que me vaya del sitio-semilla lleno
donde yo falto solamente.
Y por otras faltas. Hasta la indiferencia de la luz es diferente
en esta sala de proyección donde hacés falta, como todos
los matices de lo negro. No te creo. Te dicen que te vayas
cuando en este cine abandonado crecía una boca de luz
en la pantalla. Solamente una pantalla pintada o una sombra chinesca
en la pared de la casa. No me creas. Es mi turno para el corazón,
y la casa se ha vuelto cáscara, de piedad, de lo que late.
Retirada-diástole, pero además es tiempo y tengo malos
pensamientos.
Últimamente el mundo se ha vuelto lento y encapsulado
en su campana propia de seguridad. Todo sigue
a punto de ocurrir, como una hipótesis del dolor
que yo miro en tus ojos y descarto, demasiado rápido,
como una enfermedad del aire, demasiado diáfano.
Todo se ve desde aquí, como desde una famosa estatua
sin cabeza cuyos ojos te han seguido, sabés, a todas partes.
Han pasado, pongamos, doscientos años, el lugar del tiempo
se ha estirado como un corpiño muy usado, primero por tu madre.
Aquí estamos. Los muertos están muertos y te has ido, aunque te hayan
dicho que te vayas. No me creas: es un pliegue del lugar, este país
no existe. Únicamente en una alforza del tiempo, ahora,
diría que te amo.
Pero la semilla resiste, como una pestaña del tiempo. Semilla-alforza,
costura invisible donde parece que no se nota nada. Completa,
faltaba, como escribiendo sobre tu espalda que no existe,
que yo te amaba, y me volvías la grupa, la curva de las nalgas.
Tu trasero es mi punto fuerte, y mi desgracia.
El tiempo se ha ido al traste. Los dioses son enfermos que marchitan
el malvón del patio, la mirada del mirlo que habla y la niebla rosada
de tu boca borracha. Me ilusionaba. Se están muriendo ahora, dentro
de doscientos años.
En todo caso, falta. Habría que dejar la cáscara y secarse
como una naranja que contiene lo que la contiene: pulpa, jugo anaranjado
y las semillas de otra naranja. Otras, estoy equivocada
pero calma, quedan las palabras y la gracia astringente
del Maestro, con sus tres limones en el plato. Dorado-verde
y ácido, como cosas de muchacho.
Un sol exprimido para mi tesoro, y sin embargo estoy cansada
de la apariencia de las cosas y los nombre que les damos.
Cada sol, un don, y su tesoro, sinónimos calculados para acopio del vacío.
Semilla-tornasol, morir como reflejo y es verdad: no me creas
porque diga que escribo el fin y te amo, todavía,
como semilla-savia
de semilla.
Como una película que se está proyectando con una cámara demasiado
rápida para el dolor, más lento. Te amo todavía y he quedado
en una alforza del tiempo, que tu gesto ha plegado y mi permanencia debilita
porque abulta. Lo que vendrá siempre es una carga.
Asistir a entierros o encerrarse tras la coraza fugaz de la distancia.
Un arte del dolor, como sacar basura hasta la calle o enfrentarse
con el trasero de las cosas, la parte posterior de lo que ha sido,
mandarlo todo al traste. No me creas. Te dicen que te aman, todavía,
y no han pasado aún doscientos años.
Pasarán, susurra un daimon que pasaba a mi
lado, con el pelo largo y entrecano, y después: Oblígame a no temer que dejes
de amarme. A no temer que me ames, porque semilla-cáscara
y distancia, del dolor, como un hotel por horas, amor
debe ser medido. Dolor por horas, porque vivo y se están muriendo los dioses
o los bienes, o los padres. Mi maestro se llama Hugo, ahora, dentro
de unas horas o de doscientos años. Siempre es masculino, un daimon.
Pero era un ángel, sintetizo, y no me creas: este sol que he exprimido
es el tesoro que me cargo a cuenta del banquete, donde peces
y panes eran peces y, además, llegué tarde, arrepentida
de haber cruzado la ciudad entera en vez de quedarme
en mi propia cocina. Me quedé pensando en la semilla, que parecía
completa. Lo que quería, me parece, era la planta-promesa.
Pero sigue intacta, como una espina de corvina atragantada
que ni el maná disuelve con su gracia, porque no tendría por qué.
No estás, no te creen, es decir, estás a salvo de otras muertes y te queda,
solamente, este reflejo en el agua, que me interesa. Si soy yo,
agonizo entre larvas y flores del pantano, como semilla-vara
a la que nadie cuidaba.
Y sin embargo crecerá, como mi abuela materna en las cuchillas
de Entre Ríos, entre cañas sostenidas en el barro. Así
mis hijos. Pero en esta luz, que falta a la verdad, sobre el aire
como en espejo de ascuas, hecho a nuestra imagen
que es tan sólo semejanza de lo hecho, a tientas,
como gritar bajo el agua.
Cualquier sueño es submarino: de noche rondo tu cama vacía y bebo
el agua perlada de tus plantas. Que me creas ahora, cuando no estabas
y yo sólo te miraba para verte en todas partes la luz de la mirada.
Estoy haciendo tiempo por el hecho de no desperdiciarlo,
porque quiero que me estés mirando y que el tiempo
que me creas nos alcance.
No me creas: cualquier tabla de salvación incluye su amenaza:
nos hundimos mientras estás en otra parte. Los momentos
son robados; los encuentros, incesantes. El corazón,
como un misil de película muda, suda por sorpresa propia
de estar allí, desconcertado. La música incidental
del perpetuo pianista lo desgarra.
Me quedo aquí, te vas de viaje. En lo que a mí respecta,
no me has abandonado: es tan sólo el dolor del padre en su certero
viaje solitario, como semilla-lápida y así, en mí,
los restos de Europa se terminan como punta de lápiz agotado
por fatiga del grafito, debilidad del leñador o el carpintero.
Y me excuso de tener oficio, sudo, porque cualquier cuerpo
me da pena y su ejercicio, casi siempre fortaleza.
Sacudida-sístole, insegura, por tener todo anotado
en los márgenes de una historia mayor, por más vieja
o por más grande.
***
El arte sería tocarte, un invento,
insignificante si el olvido lo demora. Lo siento
porque es ahora estallido de la rosa
presurosa del instante,
extraviada en el jardín
y devuelta por el sinfín
de las horas transcurridas: una... dos... tres...
Si te toco, ¿cómo es? Hay lo mucho de lo poco, digo
el beso, el exceso del miraje y... ¿puede ser, ahora sigo,
el encaje de tu aliento
en el reloj del oleaje? Atravieso
los celajes, el fervor, las profecías (¿el amor?
¿no será la porfía de la "máquina del dolor"?)
y llego acá: "El arte sería tocarte". Silencio. No
confundo confetti con maná
pero igual estoy perdida
entre viejas cartografías de la ruta de la seda
y la pasión como centro. ¡Ah corazón, me decía,
explícate como yo, que estoy adentro de un cuerpo
y sin embargo con vida!
No sabía
que el diamante fuera pájaro
ni tampoco que muriera
de una muerte que no fuera
natural:
un diamante
tiene la suerte del brillo
de la centella, aunque alguna estrella
se enfríe y la sal de la vida sea
lo que se lea
como novela
por el rabillo del ojo
de un gran lector
cenital. Adivinó que era amor
y se
ríe:
se pudiera, escribiría en potencial,
y si no, sería contante. Me enojo,
hago mal y digo para
adelante:
ese
pájaro se ha muerto y no es augurio
de Lázaro ni de santa ni sabbath. Lo cierto
es que yo te extraño y que es Maureen la que canta
pelirroja
con esplín,
la verdad de lo ocurrido "You'll never know
how much I miss you" You es tu, sos vos,
SOS, como un pedido de auxilio,
miss,
cualquier
daño fue anterior. Estoy a un tris
de entender (¿un diamante es doble amante,
o dos veces sin objeto o sólo un reto
a la
repetición?)
que por ejemplo otra vez, algo
me está esperando –corazón-mata-callando—
y se va, como en inglés, "sobre su ala",
vale decir,
se nos vuela.
La textura del tiempo, Vladimir, es rala,
una usura del instante y de sufrir cuando apela
a no sé qué: nunca volver es lo mismo
que
irse
para adelante. Me tocaste, ¿te toqué?
¿Compartimos un abismo? Dame, diste,
dí, diré: las facetas del diamante
son,
no sé,
mejor hablame y te creo. Así como quien reza
sin un deseo de asceta: todo poema es de amor,
toda guerra es interior, toda palabra
está presa.
***
La imaginación, decía, plantea más problemas que la memoria,
que podría ir desde Sófocles a Auschwitz, sobrevivir a su historia
y no decir palabra. Pero la imaginación no tiene tema sino la varia
materia de la noria personal: no se memoriza una araña,
se la sueña o se la ve en la hebra. Yo trabajo con sobras
y con saña. Por ejemplo, ahora te recuerdo y cobro valor,
pero es la imaginación quien hace que te ame, porque obras, dicen
es amor, o porque siempre me trajo lo que atormenta. Atormentar,
en cambio, debe ser terrible exigencia a la atención, si se pretende
ser buen atormentador. En esencia, hay que decir lo inasible:
hasta dónde se puede sufrir, y detenerse antes. En el ojo de la aguja
el camello no se enhebra, pero si uno lo concibe con el ojo de la mente,
el camello lo atraviesa, cose, borda, incluso vuela y luego vuelve a su sitio
de realidad: ante el pesebre, en el circo, el zoológico o Arabia,
siempre rodeado de arena. Arena es lo que sobra, la verdad,
de constante en este juego que no deja ir y volver si la tensión se hace corta
o agobiante o cuando apena. La tensión, yo me creo, es totalmente arterial
si nos importa: cuando nos hierve una idea una imagen se dibuja
donde el cuerpo bulle y gorgotea: lo veo en la sangre y acción de toda
la voluntad: riñones, corazón y otras vísceras, tendones, uñas, secreciones
y narices que aletean. Falta el aire, se desea lo que no hay; la imaginación,
complicada en el proceso, se caldea. Va a arrancar –como gata ronronea—,
y de cuajo, la raíz de este problema: su lema es crear otro, otra
dificultad y embeleso. Lento, el recurso de la lógica empieza su goteo,
su imbécil filtración en el deseo, pero el cuerpo frágil se resiste,
es más fuerte. Quiero tenerte, y me exige. ¡Bravo por el ojo de la mente,
que detrás de la emoción está presente, y expreso!
Mirta Rosenberg nació en Rosario en 1951. Actualmente reside en Buenos Aires. Publicó los libros de poesía Pasajes (1984), Madam (1988), Teoría sentimental (1994) y El Arte de Perder (1998). Forma parte del Consejo de Dirección del Diario de Poesía desde su formación. Además es traductora, y como tal editó, junto a Daniel Samoilovich, Poemas de Katherine Mansfield (1996) y Enrique IV de Shakespeare (2000), también junto a Daniel Samoilovich.
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