AMIGAS ROBADAS Y LA DISEÑADORA DE VESTUARIO

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Este es un blog que se inicio con dos amigas robadas; Rosana Espino y Eugenia Prado. Y que siguió con una ganada: Florencia Smiths

Sunday, October 25, 2009

No es amor de Patricia Kolesnicov, Argentina



Para su cumpleaños de 60, papá se armó una fiesta

donde se encontraría todo el mundo. Un poco era

una excusa: se venían las elecciones y no estaba mal contar

porotos. Y yo tenía que estar, por supuesto, todos teníamos

que estar en la foto. “Que venga tu amiga la

política”, me dijo. “Como amiga, no como periodista.”

Cómo no, Florencia vino socarrona, a presenciar

cómo era que yo trabajaba de florero, cómo decoraba

los eventos diplomáticos de papá, con cuánta sonrisa me

ganaba mi sueldo de hija. Vino bastante elegante, también;

después de todo estaba en su salsa. Estaban invitados

sus jefes, no estoy segura de que papá le haya hecho

un favor cuando la tomó del hombro, le secreteó, paseó

con ella, se paró frente al director de su revista y se quejó

de haberla perdido a manos de ellos. Yo la miraba de

lejos; era simpática pero sobre todo era medida, estaba

extraordinariamente sobria; pasaron las copas frente a

sus narices y ella no abandonó el juguito de pomelo.

Yo no charlaba con nadie, era la anfitriona, recorría

los grupos, me preocupaba —era un gesto, nada concreto—

por su comodidad, me quedaba junto a Gustavo,

para tomar parte del besamanos protocolar. Cada tanto

Florencia y yo cruzábamos las miradas y ella se burlaba

de mí; ella sí tenía cosas que hacer ahí —como periodista,

no como amiga— y las hacía como de oficio. Hacía

calor, los últimos calores del año, estábamos alrededor

de la pileta pero nadie podía meterse. De repente, tuve

una idea loca:

—Vámonos a tu casa.

Creo que se escuchó el frenazo en el corazón de

Florencia.

—Vos te tenés que quedar hasta el final.

—Me quiero meter en la Pelopincho.



Los caprichos son lo mejor que tiene la gente y en

este tiempo María es cuadro de honor de un curso

Ilvem al respecto. Pero yo no soy la hija del millonario

y no pienso arruinar mi vínculo con él, así que la

joven tiene que esperar, inventar una excusa, armar una

salida elegante. En el coche me río, hablo, trato de que

no se note lo nerviosa que estoy.

El agua de la Pelopincho está tibia, es un caldito.

Ahí, en esos 50 centímetros de profundidad, se sumerge

María Gabay, en bombacha. Se cuelga con los brazos,

apoya la cabeza en el triangulito naranja. Yo me quedo

afuera, me hago —ahora sí— un fernet, me siento en una

silla de plástico, con los pies sobre el caño de la pileta.

Miro el cielo.

María se incorpora para salir:

—¿Me prestás una remera?

Entro a la casa —siguen en vigor todos los pactos—;

salgo con una remera blanca lisa (ella todavía está

parada en la pileta); se la extiendo.

—Estoy mojada.

Ay, María, sos una hija de puta, cuál puede ser la siguiente

línea de diálogo sino:

—Y yo, ni te imaginás.

Pero no, yo dije que sí cuando ella ¿propuso? que

hasta acá, así que como me parece que se me va a ver la

respuesta en la cara, bajo los ojos, busco la salida de emergencia,

vuelvo con una toalla, se la ofrezco sin mirarla.

—Flor.

No es el vocativo lo que formula la invitación, es lo

inadecuado del vocativo; es mi nombre en un momento

en que no hay para qué decirlo lo que denuncia que hay

que entender algo; ese “Flor” no se responde con palabras;

no se le pregunta nada a esa chica que ya ha salido

de la pileta, que tira a la baldosa la toalla que traje y se

sienta sobre ella.

—Estoy mojada.

Me siento detrás de María. Le barro el omóplato

con la mano.

—No tanto —le digo.

María se hace una cola con el pelo, pasa los dedos

por ella como un anillo, escurre el pelo sobre la espalda.

No me calienta su desnudez, sí que me la ofrezca. No

sus tetas, sí el agua que con toda intención sigue la línea

de la columna. Con la boca ¿bebo? una gotita, otra gotita,

las gotas de la espalda, las gotas de un hombro, las

gotitas del cuello. María se acuesta con las manos hacia

atrás y voy despacio, lamiéndola ya, lamiéndole todo el

tramo desde la axila hasta la cadera, demorándome un

rato en la cintura.

Se podría decir que María se retuerce y sería cierto

pero exagerado. María se retuerce en grado 0,1; una contorsión

minimalista.

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Buenos Aires, te odio las noches de caminata obsesionada

por el Bajo. Todos los lugares me resultan

incómodos, me siento vaciada. Envidio a los

marineros que están lejos de todo y les gustan las putas,

cualquier puta. Abrazarse a Mary, Peggy, Betty y Julie y

salir a cantar a cubierta, llena de alcohol de quemar. Me

siento hermana de estos marineros del Este que leen en

los kioscos que no hay más muro y andan como sin brújula

por San Martín, por Reconquista. Naufrago en Corrientes

y recorro librerías cargadas de ofertas. Pero a mi

noche no la mata ningún sol.




El más grande odio.

Como me odio el amor, me odio el odio.




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