Nacida en 1946 en Santa Fe, ciudad donde reside, Estela Figueroa ha publicado los libros de poemas “Máscaras sueltas” (1986, traducido al italiano) y “A capella” (1991). “La forastera” fue editado en la ciudad de Córdoba, con el sello de Ediciones Recovecos y el apoyo de la Secretaría de Cultura de la provincia de Santa Fe. Figueroa trabajó en talleres literarios con menores alojados en la cárcel de Las Flores —experiencia que volcó en la revista “Sin alas”— y publicó también “El libro rojo de Tito”, sobre un personaje popular de Santa Fe, y “Un libro sobre Bioy Casares”, donde compiló una serie de estudios. Actualmente dirige la revista La Ventana, que publica la Dirección de Cultura de la Universidad Nacional del Litoral.
Principios de febrero
No.
El hermoso verano
no ha terminado aún.
Nos queda un mes para estarse en los patios
y descalzarnos
mientras charlamos
de esto y aquello
sin ton ni son.
Todavía habrá hombres de brazos tostados
en las calles
de la ciudad envuelta por la noche
brotada toda
como un lazo de amor.
No.
No me sostengas que no voy a caerme.
Sólo se caen las estrellas fugaces
y yo -te dije-
quiero permanecer.
Un hombre es bueno para una noche.
Cuando amanece es un reflejo dorado
sobre la cama donde se toma café.
Y es agradable el olor que deja.
Dura todo un día.
Pero no toda la vida.
Luego hay que descansar.
El libro de Kavafis y el de Pavese
sobre la mesa de luz.
Hay que aminorar la marcha.
Sentarse un rato a solas
en el sillón del patio.
Mujeres: tendríamos
que aprender de los gatos.
Cómo agradecen el tazón
que rebosa de leche!
Falta para el otoño.
Que nos encuentre intactas.
Sin habernos negado
a estas pasiones
que cada tanto
asaltan.
Un atardecer de abril después de una separación
Ya no tengo a quién esperar
De modo que para qué preocuparse
Por cambiar las sábanas
o barrer el patio.
Se hace lo imprescindible
regar las plantas
dar de comer a los gatos
¿qué culpa tienen?
Al crepúsculo salgo a la calle
en busca de cerveza.
Mi vecino homosexual me invita
a cenar este sábado en su casa.
Acepto.
Donde no hay sexo no hay problemas.
Estos encuentros
han llegado a ser mi único sentimiento.
Sol de otoño
Por Manuel Inchauspe
Visité al poeta.
Delgado y pálido yacía
en una de las camas del subsuelo
de la sala de toxicología.
Qué extraño tesoro
el sol de otoño,
a través de los vidrios esmerilados.
cómo flotaba,
única dicha sobre su rostro
y rebotaba en el suelo,
donde los algodones con sangre
y colillas de cigarrillos
decían que la vida existe siempre,
donde quiera que se esté.
A Manuel Inchauspe, en el hospicio
Las nuestras, mi amigo,
son obras pequeñas.
Escritas en la intimidad
y como con vergüenza.
Nada de tonos altos.
Nos parecemos a la ciudad
donde vivimos.
Perdiste tus últimos poemas
y yo casi no escribo.
De allí
esos largos silencios
en nuestras conversaciones.
Tragedia griega
A veces la confusión se produce
al elegir un rol equivocado.
Algunos sólo servimos
para estar en el Coro
diciendo parlamentos y canciones
que aclaren las pasiones de la Obra.
Cuando la vanidad
la euforia o simplemente
la grandeza del tema
nos convierte en actores
paralizados
olvidamos el texto
quedando en un ridículo silencio.
Acompañando a mi hermana viuda
Por la puerta trasera
entramos en la casa del muerto.
Por el jardín que era pródigo
y ahora alberga unos arbustos arruinados.
Con una frase de bienvenida
un cartel cuelga torcido en el quincho.
Nadie se asoma
para vernos llegar.
Escucho que mi hermana
y otro heredero
se dirigen frases corteses.
En el crepúsculo aparecen
hombres sudorosos que apilan
mesas sillas televisores
camas
procesadores de alimentos
ropa y diplomas enmarcados
que se reparten según un acuerdo previo.
Al fin
se labra un acta.
Un amigo me dice
que los poetas tenemos una rara condición:
como los moretones
aparecemos después de los golpes.
No sé por qué
tuve el impulso de cortar una flor
que resplandecía solitaria
en medio de la destrucción
y traerla a mi casa.
Y me contuve.
Pequeños asesinatos
Una noche en que volví tarde a casa
la vi disparar rauda y oscura
desde el canasto de papas que está en un extremo de la cocina
hasta el otro
al costado de la heladera
donde acumulamos botellas vacías de vino y gaseosas
que en gloriosas jornadas de limpieza
sacamos a la calle.
- : Tenemos una laucha -dije a mi hija Florencia-.
Es gorda. Vive detrás de la heladera.
Habrá que matarla -me contestó ella.
Habrá que poner triguillo fuera del alcance de Toto.
(Toto es nuestro perro)
Pero pasaron los días
y ninguna de las dos iba a la ferretería
en busca del triguillo.
Y la laucha seguía corriendo rauda y oscura de un extremo a otro
-en la cocina-
ante la mirada curiosa de Toto
y ya sin importarle si estábamos nosotras o no.
- : Esta laucha se está tomando mucha confianza
recuerdo que dijo mi hija.
Bueno.
De manera que a la mañana siguiente me encaminé a la ferretería
y compré el triguillo Drumolive
hecho con glándulas disecadas de roedores
lo cual- según decía el prospecto-
ejerce una poderosa atracción sexual sobre sus iguales.
La caja estuvo envuelta varios días sobre la mesa de la cocina
hasta que Florencia
-que es más expeditiva que yo para estas cosas-
abrió el paquete una noche
llenó potes con buena parte de su contenido
y acomodó estos potes estratégicamente.
Durante varias mañanas
mientras yo tomaba té leyendo a Carver
la sentí comer ávidamente.
Es cierto. Nadie
nada escapa
de lo que implica una atracción sexual.
Los ruiditos terminaron
y Carver y yo quedamos solos.
Charlando sobre la proximidad de una jornada de limpieza de la casa dijo mi hija
- : Parece que la laucha se murió. Ya no se la oye.
- : Es cierto-respondí-. Yo tampoco la oigo. La matamos.
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