El componedor de formas
Pilar Errázuriz V. Mayo 2009
Pilar Errázuriz V. Mayo 2009
De no ser un recorrido onírico, solo puede ser poesía. El viaje que nos propone Marina Arrate por los meandros del inconsciente tiene una impronta sensual que da cuenta de las pasiones, los dolores, los abismos y los desiertos floridos en que se debate nuestro afán amoroso. Sus imágenes convocan las aventuras y desventuras del deseo. De pronto bucólicas y apacibles, luego voluptuosas y eróticas, por momento feroces y carnales. La impronta bíblica convive con el principio de no contradicción que caracteriza la otra escena del inconsciente: la leona se torna gacela, del gladiolo florece un lagarto. Todo ello lo orquesta un sujeto escindido pero no por ello menos coherente: la mujer vieja, la poeta, la leona y, finalmente, El Componedor de Formas. Solo que la poeta y la mujer vieja saben más de la vida que el componedor de formas aunque sea de aquel la voz que emerge desde los parajes insondables de la sabiduría milenaria. Una amiga, psicoanalista argentina, acuñó un término lapidario acerca de la compulsión que nos hace siempre tropezar en la misma piedra y desaparecer en la misma grieta: le llamó “el depredador interno”. El depredador sería el responsable de que la pulsión de muerte se burle del sujeto haciéndolo trasuntar de objeto en objeto como si al fin fuera lo que nunca habrá de ser. Al depredador interno, Arrate le contrapone su gemelo femenino: el Componedor de Formas. Hermafroditismo superyoico que por su vertiente de padre castigador (el depredador) nos azota con las plagas de Egipto y por su feminidad (el componedor) nos ofrece El Cantar de los Cantares. El Componedor de Formas está ahí, para bordar las historias en colores estelares y jugar con metales preciosos. Puntada a puntada, al igual que las metáforas y metonimias del poemario, al modo de los mecanismos del sueño y del inconsciente, el componedor inserta en una tela procedente de latitudes lejanas, la historia del deseo tejida con hilo de oro y plata de alta acuñación. El componedor borda el destino del deseo con apariencia de testigo de la escena. Es verdad que no podrá vencer al Depredador, para quien la compulsión a la repetición es su elixir preferido. Sin embargo, el Componedor acompaña al sujeto, a la sujeto, en su peregrinación por el paraíso, en su descenso al infierno. Borda el deslizante existir del deseo, su escabroso proceder, el goce y el dolor por donde nos lleva su viaje iniciático. En la antigüedad se llamaba terapeuta a aquel que acompañaba a los judíos migrantes con el fin de animarlos en su travesía por el desierto y de mostrarles los peligros del camino. Así, el Componedor se pasea en la jungla junto a la poeta, a la leona y a la mujer vieja, sorteando una fauna salvaje y una flora exuberante, recolectando aquí y allá las madejas de seda de colores que usará para su bordado. No solo borda en las telas exóticas imágenes de relatos sin retorno sino que teje palabras sabias que las susurra la poeta. En su papel de gemelo femenino del padre, que no una madre, sino un atento vigilante de las piruetas del objeto de amor subrepticio, el Componedor acompaña las tribulaciones gozosas de las máquinas deseantes. Es muy cierto que el girasol negro es como un sol negro. El negro sol de la melancolía que precede al desamor. Ribetes negros que anuncian la fatalidad de la respuesta del fantasma. Mientras flamencos rosados y juncos verdes mecidos por el viento distraen la atención, y las margaritas y alhelíes saludan seductores, el Componedor no descansa en su tejido y en su bordado, en fabricar la malla que cubrirá a la poeta, a la leona, a la vieja mujer para cobijarlas luego de la contienda. Femenino él, sabe de mallas, de telas, de tejidos, de tramas burdas y finas. También sabe de contiendas. Radiografía de las pasiones, las imágenes que evoca Arrate, tocan lo universal del deseo y venciendo la censura de la represión a través del estrecho túnel logrado por la poeta, la leona y la mujer vieja, nos enseñan los misterios del sujeto. La carrera desenfrenada tras el fantasma, la voracidad y el repliegue, el recato y la osadía, el rodeo abismal del goce que hace de cada copia el original que nunca fue. Las palabras de Arrate construyen un desfiladero cautivante que nos precipita a las bambalinas virgilianas del escenario oculto en el cual se dirimen el amor y el desamor, el encuentro y la orfandad, los cuerpos y su ausencia. Freud asegura que la fantasía del poeta sucede simultáneamente en tres tiempos: el pretérito, el presente y el futuro. Dice el Maestro que estos tres tiempos aparecen como engarzados en el hilo del deseo que pasa a través de ellos1. Estas son las coordenadas en que se inscribe el poemario de Marina Arrate: la vivencia estética de recorrer el desfiladero de sus palabras, la evocación de las imágenes exuberantes y sugestivas, el conocimiento del pasado y la sospecha del devenir. Valiente panóptica aquella de la poeta con su conocer del inconsciente. No titubea frente a la arremetida fantasmática de la copia sin original, aún cuando el Componedor lo sabe, y ella también. Leona y mujer vieja se engarzarán en un juego de sabidurías, sensual la una, silenciosa la otra, para acompañar a la poeta en su diálogo con el Componedor. Podemos vislumbrar instancias freudianas en un cocktail inextricable de interacciones: el yo que otrora fuera el ello, el ello que persiste en el yo, el superyo vigilante, y el Depredador que, implacable, repite la acción mortuoria al infinito. Y, hete aquí, que el Componedor de Formas no pierde el tiempo. Aferrado a la estela que deja el paso arrasador de la pulsión de muerte, borda y teje con las hilachas de la selva, recordando a la leona, admirando a la gacela, dialogando con la poeta, para situar su mirada femenina entremedio de tanta pirueta suicida. Es el terapeuta (¿la terapeuta?) que acompaña la travesía por los campos chamuscados por el deseo y la pasión, buscando la huella que conduzca a un lugar a salvo. Es el socio de la cordura que con voz lánguida, evanescente y apenas audible trata de abrirse paso entre rugidos y tempestades. La voz no se oye. Por ende, el Componedor borda, borda y exhibe su bordado: escenas que dan cuenta del viaje pasional. Qué mejor terapeuta que el Componedor de Formas, quien mejor para acompañar al sujeto en los avatares del deseo. La poeta, su transcriptora; la mujer vieja es quien descifra; la leona da cuenta de la verdad. Marina Arrate, terapeuta ella, compone la gama que traduce el bordado del inconsciente. El poemario da cuenta de ello cuando en el espejo que construyen las palabras se repiten, en clave de eco y narciso, nuestros lamentos y nuestros goces ocultos y negados. Sutil recorrido especular que nos refleja los escabrosos pliegues de nuestro deseo. Reconocimiento o negación, el Componedor sabe, el terapeuta /la terapeuta saben, la poeta sabe. Y no podemos, a esta altura de la reflexión, referirnos a un sujeto escindido, sino a un sujeto multifacético: la leona es al deseo como la mujer vieja a la sabiduría. La poeta es al susurro como el Componedor al bordado. El conjunto constituye sociedad. Grupo congruente que con su muestra estética de relación con lo consciente nos ayuda en la peregrinación por nuestro desierto florido y nuestro abismo rocalloso. Cuánto sabe el Componedor, cuánto sabe la poeta, cuánto saben él y la terapeuta acerca de la dinámica del sujeto sujetado del inconsciente: del sujeto de deseo. Ojala pudiera quien sufre de amores y desamores abandonarse en su jungla exuberante. Ojala los incrédulos de lo inexorable recorrieran sus parajes. Ojala los escépticos vislumbraran las ventanas de la otra escena. El desfiladero de Arrate conduce, ciertamente, a un lugar. A cada quien de encontrarlo. Pilar Errázuriz V. Santiago, Mayo, 2009.
El libro del componedor (Marina Arrate, Libros de la Elipse, 2008)
Fernanda Moraga
Doctora © en Literatura
Doctora © en Literatura
El Libro del componedor que nos entrega Marina Arrate, nos introduce, ya desde la portada, tanto a un enfoque como a una fuga visual que se adentra hacia caminos rizomáticos que alimentan lo “prohibido”. Es un espacio que se emplaza en los tejidos (des)bordados que van trenzando la orilla de una palabra secreta, la que resuena detrás del silencio, un silencio que está colmado de “majestuosos sonidos” (1). Un enfoque que se distiende tragándose la mirada hasta convertirla en la lectura de un lenguaje sensualmente plástico, a través de una voluptuosa dimensión vinculante de colores, tactos, olores y cuerpos de una animala naturaleza. Luego de este inaugural enfoque que nos entrega la poeta, la mirada se hace translúcida para recibir una disposición textual que va componiéndose de escenas que se entrelazan de manera tal, que siempre dan origen a nuevos descentramientos. En este sentido, surge a la vista del ojo que lee y del ojo leído (el de la sujeto de los poemas), una escritura curva, tanto en la construcción temporal y espacial del relato poético, como en la sinuosidad de las subjetividades del texto. Así, surgen de inmediato las interrogantes de una yo poética, las que dan origen no sólo al movimiento de un ciclo dentro de otro (el atardecer, el amanecer, la primavera, el otoño, el día y la noche), sino que también dan cuenta de una subjetividad derramada en experiencia dentro de aquel cíclico emplazamiento escritural : “¿Quién tañe agudos sonidos al interior de mi corazón, como si fuera llamada la aguja penetrante, en este soliloquio endemoniado de la alta altura, zorros de la estepa, y yo, hambre y majestuosos sonidos?” (1).
Este escenario se abre hacia una lectura de bordes, es decir, se sigue el surco que va trazando el bosquejo de cierta naturaleza intencionada que lleva hacia los pliegues, repliegues y despliegues de formas y contornos desde donde se asoma y se extravía el secreto que guía la lectura. Un secreto más bien profundo que oculto, puesto que es el ojo de la sujeto poética el que observa insaciablemente, escena entre escena para decir y significar, desde dentro de ellas, los secretos de una intensa fuga de la estructura lineal de la cultura. Por eso, para Marina Arrate es el ojo inquieto el espacio circular fundamental que se desdobla de diferentes maneras para ver, tocar y oler lo confidencial. La autora nos dibuja entonces en su escritura, el ojo-fuga necesario por donde se quiebra la cadena recta del tiempo porque sucede “Todo arcaico en un segundo” (3). El fundamento temporal se rompe y el secreto escapa para travestirse ya que “cada apariencia se deshizo”. La apariencia de lo desconocido, de la simulación de lo no visible estalla y la sujeto de los textos bebe del secreto. Así, se da inicio al ritual, donde lo íntimo es el brebaje amorosamente obsceno que va señalando la huella en espiral de una yo poética subjetivada siempre en exploración sensorial, que se construye en diferentes y diversas direcciones que no se deslizan paralelas, sino que se continúan unas en otras dando origen a la ondulación del tejido poético del libro. Uno de estos trazados, es la memoria que se distiende como espacio corporal necesario para develar el secreto “Recuerda, cuerpo, recuerda”, dice la sujeto (7)
Otra simbolización que se hilvana en el texto, es la borradura de las antonimias, por medio de las transformaciones vinculantes entre los diferentes cuerpos. Por lo mismo, la extensión del secreto incesantemente está bordándose en los cruces, en las mixturas que calan el continúo, obligándolo a diluirse: “…nos transformamos alternativamente en el gran venado y su gacela, y en la gran gacela con su venado. Más tarde, las flores aún expelían su secreta fragancia” (10). De este modo, el secreto es el tejido de los bordes que lleva a otros bordes, es la espiral misteriosa y sinuosa que nos hace entrar sinestésicamente a los resabios de lo que, en apariencia, se oculta, pero que insistentemente se hace visible: “Detrás de la oreja es el secreto. En la comisura de los labios. Al borde” (11). La escritura de Marina Arrate, nos explicita que el secreto está en el borde, pero el borde no comienza en un lugar exacto, siempre es sugerencia de encuentro y descubrimiento de una visibilidad escurridiza que no se deja afectar por la captura. Siempre al borde ¿al borde de qué?, pregunta inútil, porque se nos invita a seguir la orilla que traza y destraza permanentemente un sendero siempre en movimientos excéntricos, concéntricos y descentrados. De aquí que se reafirma (a través de la voz de la poeta que surge en el texto), el espacio de la ambigüedad como lugar posible: “¿A quién ama el ciervo en la llanura? ¿A la leona desatada que desgarrará su yugular y comerá de su carne o a la cierva que lo mira con ojos de terciopelo? / Pero por primera vez, intervino la poeta y dijo: A ambas, componedor de formas, a ambas” (13)
Asimismo, la figura del componedor también habita dentro del cuerpo-territorio de la sujeto, debido a que poco a poco la protagonista de los poemas se va distendiendo ante la lectura como un espacio contenedor. Cuerpo que contiene, pero al mismo tiempo es trenzado por sus propios contenidos de esquinas disueltas: “He quedado observando mi vestido. Con sorpresa veo como si la flora se moviera al interior del género. / Son juncos y se mecen en el viento. Por entre ellos aparece el componedor silbando con alegría. Me señala, sabiendo claramente que lo observo….” (19)
La representación del Componedor de formas, es sustancial en la composición de los cuadros que exponen el secreto, porque surge como la clave precisa desde donde se desata la contextura del secreto y de las escenas corporales que lo contienen. El componedor atraviesa todo el texto, siguiendo los mismos movimientos ondulantes y de travestismos de toda la escritura. El componedor borda la huella del margen y al mismo tiempo es el borde. Se enfatiza así, la pluralización del cuerpo que hace y rehace para que brote la exuberancia de lo que siempre ha estado ahí, pero que no se ve, no se toca ni se huele.
Pero además, esta escritura de Marina Arrate desata otros pliegues que van señalando silenciosamente la señal de una tragedia que se va esbozando intermitentemente por entre las diferentes y entrelazadas escenas del cuerpo textual. En este lugar, la enunciación de los poemas hurga dentro de un intersticio por donde el ojo “retorna y se distancia” para visualizar la fragmentación de la memoria y de la experiencia. Es decir, la mirada se desplaza hacia el empalme de los cuerpos cercados (“Era un cuarto miserable” ), espacio por donde se filtra inevitablemente la muerte, la que se instala en el lugar del secreto con un doblez en su significación. Por un lado, se transfigura en el brebaje venenoso y por otro lado, se emana a través de la comisura de los labios: “En otra escena, la amada bebe un líquido venenoso. Con el rostro lívido, veo correr un hilillo de sangre por su boca.” (21).
De esta manera, el poemario se abre como un tejido fascinante de símbolos y materias que se recorren como un mosaico de múltiples haces, a partir de elementos que se expanden en espiral hasta el final del texto El movimiento dentro de los poemas se trasluce en vibración de un lenguaje elusivo que jamás se detiene en sí mismo y que fluye en perpetua transmutación situando subjetividades que responden de la misma manera. Es decir, corresponden a marcas rizomáticas de un territorio corporal y de símbolos que se concatenan y enriquecen mutuamente para desatar aleaciones que exigen una lectura siempre hacia dentro de cada escena y también, siempre dirigida por el ojo observador de la sujeto poética. De este modo, se ingresa a imágenes y pulsiones de un lenguaje que no da tregua, pero que al mismo tiempo, sumerge en las corrientes profundas de la sensualidad que se desata en el lugar de una fuga de lo prohibido: el secreto. Todo el libro es la composición de las formas de la huella secreta que se observa, que se transfigura, que se traviste y que se deshace: “¿cómo mantiene su forma aquello que transita?” (7).
En este sentido, el cuerpo implícitamente femenino y masculino de la enunciación, el Componedor de formas, el borde como cuerpo y como piel y la composición como sustento necesario de la fuga, corresponden a espacios engendradores y matrices de este poemario. Además, entre estas corpografías del margen, se desarrolla el territorio de centros evasivos, de bordes en que se da la transfiguración ordenadora de una fuga de la prohibición en el espacio ancestral y actual. El poemario de Marina Arrate traza una legítima señal de lo tachado, realizando una rúbrica propia, donde el deseo y la creación (no la recreación) de lo invisibilizado, se manifiesta en múltiples direcciones. Pluralidad significada a través de una permanente polinización erótica de cuerpos de una naturaleza que se sabe secreta, prohibida y legítima. Las escenas del texto, se develan como un singular viaje sensorial-corporal hacia ranuras conmocionadas de lo abyecto de la cultura, tanto en el lugar del cuerpo, del tiempo y de la memoria, como en el lugar de la voluntad de la sujeto que hilvana en los poemas.
En este texto no hay centro en su sentido clásico, sino ramificaciones, rodeos, lindes, márgenes, desprendimientos, dudas, realidades ocultas y reales. Lugares que para los cuerpos escriturales de la poeta, siempre están tejiendo bordes dialógicos que se contienen unos a otros, a modo de complicidad y de conciencia de legitimidad. Desde esta perspectiva, se desata, especialmente por un lado, la subversión a verdades inmutables y por otro lado, una postura sensualmente lúdica para decir sin decir completamente y de esta manera provocar la celebración de ciertos bordes de la experiencia.
Si se sigue la secuencia de presentaciones, el texto despliega una representación espiral de continuidades relativas al espacio no del margen, sino de un margen que fundamentalmente se borda como territorio en deseo, un ‘lugar del placer’ que se configura también como territorio de interrogaciones y distancias. En este lugar del placer, se produce el contacto de la experiencia erótica por entre una naturaleza-animala-humana, la que no se teje como panacea del imaginario, sino que se compone de problematizaciones que se generan tanto en los espacios de escenificación, como en la misma sujeto poética. A partir de aquí, se desnuda (en el sentido plural de que se ‘descubre’ y se ‘desanuda’) en la escritura de Marina Arrate, un intenso propósito de hacer surgir el lugar de la muerte. Zona siempre simbolizada como posibilidad “real” y como construcción de la memoria, visualizando el encierro como cinturón de la miseria de la experiencia, la que es también experiencia de la sujeto del texto.
Sin duda, el texto de Marina Arrate se teje y desteje a manera de composición de formas visuales de la subjetividad, dentro de una escritura poética que realiza el espejeo de una experiencia problematizada. Es un escenario múltiple, que se va armando a través de la reconstrucción de imaginarios de la fuga y que confluyen y se desbordan en la última imagen de sus poemas: “A lo lejos, explosiones se desatan como turbas. En el cielo luchan las colas de cometas. Se ramifican por la bóveda como eléctricos tejidos de arañas / Cuando ella se levanta ya es su doble / ardiendo en el reflejo del estanque.”
Leído en la presentación del libro el día 15 de Mayo de 2009, en la sala de El Observatorio de Chile.
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